“La primera rebelión popular del siglo XXI en Venezuela” o la necesidad de llamar las cosas por su nombre.
Vladimir Aguilar Castro
Universidad de Los Andes
Mucho se ha escrito y dicho sobre lo acontecido entre abril y julio
2017 en Venezuela. Hubo caracterizaciones del momento político y, sobre
todo, categorizaciones que poco o nada han contribuido a delinear un
plan de acción claro para el movimiento popular
venezolano.
Ha sido Mario Benedetti en su poema “No me cambies las palabras”
quien ha dicho que “…no me gaste las palabras, no cambie el significado,
mire que lo que yo quiero lo tengo bastante claro…”. Una última estrofa
sentencia: “no me ensucie las palabras, no le
quite su sabor y límpiese bien la boca si dice revolución”.
Tenemos en Venezuela, desde el inicio del proceso político actual
en el año de 1998, un asunto pendiente por resolver que tiene que ver
con el uso de las palabras las cuales forman parte del lenguaje político
nacional.
En nuestra opinión, varias han sido
las falacias que han acompañado las más disimiles conjeturas.
Democracia versus Dictadura
La utilización en los últimos tiempos de la palabra Dictadura para
denotar
la deriva autoritaria del gobierno no se corresponde con la
posibilidad (limitada) de expresarlo pública y abiertamente. En otras
palabras, la Dictadura del actual régimen político
es proporcional a la inexistente “revolución” bolivariana.
En el relato de quienes han dirigido la nación existe la pretensión
convertida en intención de que estamos en pleno desarrollo de cambios
paradigmáticos a escala nacional. A la par de la idea de rebelión
popular cabalga la de revolución social, sirviendo
ambas para la movilización de contingentes
de masas en favor de un lado
y de otro.
Estamos frente a la fantasía de dos narrativas cuyo único efecto ha
sido el de lograr la polarización política que cronológicamente ha
llevado al choque episódico y violento de la sociedad.
Democracia y Dictadura vendrían a ser dos caras de la misma moneda
dependiendo de quien la asuma y reivindique. Tal como lo expresa Etienne
Balibar (2017), “la relación de fuerzas entre las tendencias de
democratización y las tendencias de desdemocratización
que determina
la posibilidad de la política activa, se han invertido
decididamente. Pero esto constituye también un manifiesto elocuente y
elaborado a favor de formas innovadoras de renacimiento democrático,
sobre todo en términos de recreación de una esfera
pública y una reafirmación de los derechos de los “muchos” (que también
están hechos de muchas diferencias), que se ven a
sí mismos
pauperizados y marginados por la antipolítica”[1].
Elecciones versus Abstencionismo
Las elecciones siempre estuvieron presentes en la hoja de ruta
opositora incluso antes de la propuesta de referéndum revocatorio del
año 2016.
Pero sobre todo, formaron parte de las negociaciones entre el
gobierno y
la oposición llevadas a cabo en diciembre
de ese mismo año. Sin embargo,
la inconsistencia y permanente cambio de
las estrategias opositoras han terminado por el fortalecimiento de la
gestión gubernamental.
El extravío de y en la táctica de los adversarios ha sido
consustancial con
el acoplamiento por ensayo y error de una acción de
gobierno insostenible desde el punto de vista de sus condiciones
materiales, pero muy lejos todavía de lograr un cambio en las
subjetividades colectivas nacionales.
Pueblo versus Pueblo
Ambas facciones confrontadas de la sociedad venezolana se erigen
como representantes del pueblo. Las dos reivindican la representación
popular de una soberanía que no es tal pues cada uno puja de acuerdo a
sus intereses de turno. Lo cierto es que el pueblo
no es unívoco. Hay más bien pluralidad de pueblos siendo mayoría el que
impávidamente asiste en la tribuna del juego político al pitazo final
de la idea de nación.
En un intento de paralelismo de la supuesta rebelión popular
venezolana del 2017 con el Mayo francés de 1968, Jean Luc-Nancy (2001)
afirma que, “el 68 no fue ni una revolución, ni un movimiento de
reformas (si bien fueron sus consecuencias infinidad de ellas),
ni una impugnación, ni una rebelión, ni una revuelta, ni una
insurrección, aunque puedan encontrarse en él rasgos de todas esas
posturas, postulaciones, ambiciones y expectativas”[2].
Bonapartismo y razón de Estado
Jean Jacques Rousseau afirmaría que si hubiera un pueblo de Dioses
se gobernaría democráticamente. En efecto, desde hace tiempo Venezuela
se debate entre dos ausencias: la razón de Estado versus la razón del
demos
lo cual ha conllevado a una conjura permanente
entre razones que se contraponen.
La democracia como experimento de pluralidad humana ha sido
circunstancial en la historia republicana de nuestro país. Su
excepcionalidad ha estado acompasada por tiempos de rupturas que han
terminado por comprometer el proyecto democrático en cualquiera
de sus formas, variantes y manifestaciones.
El Bonapartismo vendría a ser la expresión más reciente de dicho
experimento. Definido como la concentración de poder en manos de una
persona (el poder ejecutivo), como forma política se suma a la ya larga
historia de mesianismos que han ocupado gran parte
de la historia política nacional a lo largo del siglo XIX, XX y lo que
va del XXI.
El país entró en un nuevo siglo con los correlatos de otrora
dándole una connotación atávica a lo político en pleno siglo XXI. Tanto
lo que surgió como propuesta como lo emergido como reacción se encuentra
alojado en el imaginario de un colectivo que sucumbe
entre saltos y regresiones.
Lo que valdría la pena escudriñar es si finalmente se trata de algo
inmanente a la condición democrática lo que vendría a determinar esa
permanente diatriba entre el ser y deber ser de la política[3].
El quid de nuestro drama
Más allá de la coyuntura lo cultural sigue sosteniéndose en la
noción de un país extractivista en las ideas y en sus formas de
acumulación de lo único que se produce en Venezuela: petróleo.
Lo anterior plantea un asunto pendiente en la agenda nacional para
los próximos tiempos: la crisis actual es sobre todo una crisis de
carácter estructural y cultural, es decir, el modelo de acumulación
extractivo fundamentado en el principio de la res nullius
(tierra de nadie) que tiene una manifestación en las relaciones
sociales cuya expresión es una suerte de lapsus mentis (olvido de
todo/ausencia de identidades). Sobre esta última cabalga el concepto de
condición humana[4].
Epilogo: los sacrificados de siempre
A propósito de la condición humana los sacrificados de siempre de
nuevo vuelven a ser los indígenas. Primero por parte del gobierno
impugnando la representación indígena de Amazonas electa como
parlamentarios en las elecciones de diputados de diciembre 2015,
y luego por parte de la oposición en la mesa de negociaciones de
diciembre 2016.
Esto último evidencia los límites de una democracia cuyo principal
desafío lo constituye la posibilidad de erigirse en el único resorte
vigente para la convivencia de las pluralidades humanas.
Podríamos junto a Alan Badiou (2017)[5] afirmar que si bien la
verdadera vida (democracia) no siempre está presente, nunca está
completamente ausente. La verdadera vida (democracia) está por lo menos
un poco presente.
En Venezuela, la original rebelión popular pendiente es la superación (rebelión) de nuestra insólita cotidianeidad.
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